En 1995 fui atacada sexualmente por miembros de las FARC, que en ese momento ocupaban la zona del del Valle del Cauca donde yo vivía. Yo estaba en la calle, comprando algo para desayunar cuando me secuestraron. Eran varios; no pude defenderme.
Siempre me ha resultado difícil hablar de ello. Después de que te violen te sientes muy mal, te sientes sucia, es horrible. Sientes que todo se cae a pedazos. Además de retenerme durante dos días, en las montañas, las FARC me hicieron lo que quisieron. Jamás le dije nada a mi familia; a nadie. De hecho, durante todo este tiempo, los únicos que se dieron cuenta de que algo estaba pasando fueron mis jefes, porque ellos vieron las condiciones en las que regresé, aquel día en que dejaron tirada en la carretera. Me golpearon, abusaron sexualmente de mí, me insultaron. Callé por temor a que hubiera represalias contra mi familia.
Después de eso, traté de regresar a una vida normal. Hasta el día en que nos mudamos… Mis hijos ya eran unos hombres. Mi hijo mayor tenía unos 20 o 21 años. Las FARC trataron de reclutarlo. Él no quería y yo tampoco. Luego, un amigo me advirtió de que la guerrilla planeaba matar a mi hijo por no habérseles unido: “Llévate al chico de aquí porque lo van a matar”. Era un amigo muy querido para mí, muy cercano a nosotros. Esa noche salió a trabajar y lo asesinaron. Se enteraron de que me había alertado. Colgaron un letrero sobre su cuerpo en el que decía que él era una cucaracha.
Por la mañana, me dirigía al ayuntamiento cuando dos hombres en motocicleta -sus caras cubiertas con pasamontañas- me detuvieron y amenazaron: me daban 24 horas para huir con mi hijo; de lo contrario, mi familia sufriría las consecuencias. Seguí mi camino, asustada, hasta el ayuntamiento, donde una magistrada me dio una carta, diciendo que la podía usar en cualquier parte para interponer una denuncia y explicar por qué me había mudado. Entonces, mi hijo y yo nos disfrazamos, nos subimos a un taxi y la policía nos escoltó parte del camino.
Teníamos lo suficiente para llegar hasta La Tebaida, en Quindío. Acabamos en un parque con mil pesos en los bolsillos y tres o cuatro cambios de ropa. Teníamos frío y hambre; en otras palabras: miseria. Le dije a mi hijo que fuera a comprarse un café y un panecito pues no nos alcanzaba para más, y un café para mí también. Me dijo, “¿Y tu cigarro? Porque no puedes estar sin tu cigarro”. Le contesté, “Sí, cariño, me fumo un cigarro y me tomo el café. Tú te tomas tu café y tu panecito”.
DIANA, colombiana de 50 años. En 52 años, el conflicto armado en Colombia dejó 220.000 personas muertas, 40.000 desaparecidas y 6 millones desplazadas internas.
Teníamos que saldar nuestras deudas. Con una parcela como único recurso, no teníamos dinero suficiente para llegar a fin de mes. Di a luz a seis hijos; sobrevivieron cinco. Cuatro niñas y un niño. Mi hija, la mayor, tiene 31 años; la segunda tiene 24; la tercera, 22 y la más chica, 13. Mi hijo tiene 21. Tenía que alimentarlos y vestirlos. No podíamos, así que salimos a buscar empleo. Tenía una amiga que trabajaba en este lugar de clasificación de desechos.
No es fácil trabajar en estas condiciones; siempre es muy, muy importante protegerte. Nunca sabes lo que puede pasar, porque hay vidrios, escombros y también encuentras agujas. Me asustan la retroexcavadora y el incesante ruido de las máquinas, pero ganamos lo suficiente para sobrevivir.
Ahora mis hijos ya han crecido. Todos vivimos en la misma casa. Las casas están hechas de chapa. Tenemos que salir a traer el agua. Aquí la vida es dura y, a veces, los hombres salen a beber y cuando regresan, se vuelven violentos. Todos tenemos nuestros problemas, nos apoyamos, trabajamos y hacemos que esto funcione. Así fluye nuestra vida.
SANU NANI, nepalí. Sanu Nani es miembro de la comunidad de recicladores de basura que trabajan de manera informal en el valle de Katmandú.
A los 14 años, me di cuenta de que yo era diferente. Lo sabía, pero no tenía con quién hablar, hasta que me empecé a llevar bien con una niña de la escuela. Nos hicimos amigas. No sabía cómo expresar lo que estaba sintiendo. Un día, cuando mi mamá no estaba, vimos en la televisión una escena de una película romántica en la que dos niñas se besaban. Nosotras también nos besamos.
En Camerún, hay una ley que prohíbe que las personas del mismo sexo entablen una relación. Nuestra relación era nuestro secreto; no hablábamos de ella delante de otras personas ni jamás nos tomamos las manos en público. La gente creía que éramos mejores amigas. Mantuvimos el secreto hasta que cumplí los dieciocho años.
Volvíamos de la universidad. Fuimos a un restaurante y, después, decidimos ir a mi casa. Mi madre no estaba. Creíamos que allí estábamos a salvo. De pronto, oímos que alguien golpeaba fuerte a la puerta. Era la policía. No sé quién los llamó. Tal vez fueron los vecinos. Nos habían seguido; una mujer policía nos había estado observando durante varios días.
La policía nos arrestó. Mientras nos llevaban por la fuerza hacia la estación de policía más cercana, muy cerca de nuestra casa, los vecinos salieron y nos arrojaron piedras, al tiempo que nos maldecían: “Lo sabíamos, brujas, no regresen, tienen que curarlas”. Decían que nos desnudarían en público. No había nadie a quién le pudiéramos llamar. Nos colocaron en celdas diferentes.
Nos torturaron. A mí, al menos. No sé a ella a qué la habrán sometido. Jamás la volví a ver. Hicieron todo para que no nos volviéramos a encontrar nunca más. Fue peor para mí, porque creo que sus padres y su hermano sentían algo de empatía por su situación. La pudieron defender y cuidar. A mí no había nadie que viniera a recogerme. Permanecí allí un mes. Fue terrible.
Me torturaron y me obligaron a hacer cosas que nunca antes había hecho. No sé cómo decirlo. No quiero hablar de ello. Yo aún era virgen entonces; jamás había salido con un hombre. Cuando estuve allí, los hombres entraban, uno cada vez. Me decían, “Te voy a dar una lección. Yo creo que eso te gusta porque nunca has tenido una experiencia con un hombre. Cuando salgas de esta celda, no vas a querer estar con una mujer nunca más”.
DORINE, camerunesa de 26 años
En la universidad, los chicos se me insinuaban. Yo trataba de ser normal, de esconderme, de vestirme como las otras niñas… Trataba de salir con ellos o de responder a sus insinuaciones, pero no conseguí hacerlo. Tenía miedo de la gente y de la policía. Se rumoreaba que yo era gay. Había un chico a quien yo había estado rechazando durante mucho tiempo. Íbamos en la misma clase. Me violó. Había escuchado los rumores y llamó a la violación una “corrección sexual”.
Amenazó con delatarme, con llamar a la policía… Al final, yo lo acusé. Pero al explicarle a mi padre que me habían violado por ser gay, dejó de tomarme en serio. Para él, era mejor que me hubieran violado a que fuera gay. Por consejo de mi tío, me llevó a ver a una especie de sanador. Yo tenía miedo. Ese sanador me desvistió completamente. Tomó unas hojas, las remojó y me pegó con ellas mientras hablaba en una lengua que yo no entendía. Se supone que eso me “corregiría”.
la revelación de mi homosexualidad, la violación, el encarcelamiento, ese fue el peor día de mi vida. Tenía miedo, no sabía qué hacer. Tres o cuatro meses después, supe que estaba embarazada. Quería abortar. Es raro decirlo, porque ahora amo a mi hijo. Pero no me dejaron hacerlo. Pensaron que tal vez eso me curaría. Mi padre trató de ponerse en contacto con la familia del chico que me violó. No para acusarlo, ni para contarles lo que me había hecho, sino para hablar, para decirles que me había embarazado y pedirles que se casara conmigo…
No podemos vivir escondiéndonos toda la vida. Cuando eres gay, sufres humillaciones, hablan a tus espaldas. Cuando la gente lo sabe, te da miedo salir a caminar. En el país de dónde vengo, la homosexualidad es castigada con cárcel. Se ve así, como si fuera algo maligno, una especie de posesión.
Actualmente, en Kenia, estamos tratando de derogar el artículo del código penal que criminaliza la homosexualidad. Yo no formo parte del grupo que está trabajando en esta derogación, pero estoy en contacto con dos de sus integrantes, de Londres, que han estado luchando por esto durante muchos años.
DIANA, keniana de 28 años.
DORINE y DIANA huyeron de sus países de origen donde se criminaliza a la homosexualidad.
Debo alzar la voz como mujer sola, sin marido. Debo ser escuchada para que nadie haga daño a mis hijos. Para todo. Nuestra vida en Siria no tiene nada que ver con la vida que tenemos aquí. Teníamos casas. Ahora estamos en un campamento, sin nada. Lo perdimos todo.
Gracias a Dios, estamos vivos, así que tratamos de sonreír y soportarlo. Pero no quiero quedarme callada. Quiero defender mis derechos. Las mujeres somos quienes parimos, quienes criamos a los niños, quienes sostenemos a la familia; somos la base de todo. Las mujeres representamos la mitad de la sociedad. Debemos tener más derechos.
La gente dice: “Ella es mujer, ¿por qué habla? Las mujeres no deben hablar. Tiene hijos varones, que hablen ellos”. Pero yo les contesto, “No, es mi responsabilidad defender a mis hijos. Yo soy la mujer y el hombre”. Eso les digo todo el tiempo: “soy la mujer y el hombre, y yo defiendo a mis hijos”.
RAJWA, siria.
Mi madre y mi padre fueron increíbles. En la escuela, yo sacaba buenas notas pero conocí a mi futuro marido y quise casarme con él. El hecho de haber nacido en el distrito de Nadejda pudo haber influido en mí. A la tradición, es la población misma la que la impone; la gente cree que es normal, así es. Mi madre y padre se oponían fuertemente a nuestro matrimonio, pero yo insistí. Finalmente, cedieron, y nos casamos. Él tenía 18 años y yo 14.
Ahora yo también estoy en contra de que la gente se case tan joven. Claro que una vez casada, cuidas de tu familia como una buena ama de casa. Luego vienen los hijos, porque todo mundo, la suegra, el suegro, la comunidad, quiere nietos.
Mi suegro, que entonces tenía 47 años, se inscribió a la escuela para terminar su educación secundaria. Después, mi marido hizo lo mismo. Eso me animó a intentar completarla yo también, pero no me atreví a hablar de ello porque aquí no se permite que las mujeres estudien. Fue mi esposo el que, sin decirme nada, me apuntó a las clases vespertinas. Al principio, todos se opusieron. Pero no nos rendimos.
Concluí mi educación secundaria y me inscribí en la facultad de Medicina de la Universidad de Varna. Me aceptaron con una nota promedio de 5.25 sobre 6 y me especialicé para ser matrona. He empezado mi cuarto y último año; ya soy residente. Al terminar mi residencia, me titularé. He logrado todo esto gracias a mi marido.
Mis niños tienen 9 y 5 años. Nos mudamos a otro distrito para que no se vean influidos por este ambiente. Al igual que mi esposo, yo haré todo lo que pueda para educar a mis hijos y convertirlos en plenos ciudadanos de Bulgaria.
MAGDALENA, 28 años. Magdalena creció dentro del gueto romaní de la ciudad de Sliven, Bulgaria del este, donde la mayoría de las niñas se casan en edad adolescente.
Yo estaba en casa. Era día de mercado. Le dije a mi esposo que iba a ir a comprar detergente. Me dijo que me diera prisa. Me detuve donde trabaja mi madre, que vende verduras en el bazar, y la ayudé un rato. Llegó una persona discapacitada y también la ayudé, antes de irme con mi hermana pequeña a comer algo. Nos dirigíamos ya a casa. En el camino, alguien me atacó por la espalda y me arrojó ácido en la cabeza. A mi hermanita también le cayó un poco en sus mejillas. Me apuñalaron, me patearon en la cabeza y en todas partes. Me desplomé y quedé inconsciente.
Desde entonces, el miedo no me abandona; solo el sueño me permite escapar. Siempre tengo miedo. Lo que me atormenta es que el futuro de mis hijos esté arruinado. Antes, no tenía miedo de nada; yo iba y venía y hablaba fácilmente con todo el mundo. Si hubiera recibido más educación, tal vez esto no hubiera pasado. Es necesario informar a las más jóvenes. Deben tener miedo; deben desconfiar de los chicos.
Las mujeres casadas también. Creemos que una vez casadas, todo va a estar bien, que nos respetarán; pero nunca estamos a salvo. Es complicado, las mujeres de la aldea no entienden mucho; necesitamos un lugar donde poder explicar todo eso. También necesitamos un hogar donde cuidar de quienes han sido heridas para siempre y explicarle a la gente que la belleza física no lo es todo; que la belleza interior es igualmente importante.
BASANTI, nepalesa de 29 años . A Basanti la quemó con ácido un amigo de su esposo que la acosaba y cuyas insinuaciones ella rechazó.
Las guerras en la República Democrática del Congo, especialmente en el este, no son solamente políticas. También hay guerras para acceder al territorio, en el caso de algunos, y para mantener el control de dicho territorio, en el caso de otros. Con estas diferencias de poder y relaciones de fuerza, nos dimos cuenta de que en la cultura africana en general, pero, especialmente en la cultura congolesa, la mujer es un tesoro. La mujer representaba un pedazo del orgullo del hombre que la poseía.
Por lo tanto, se identificó una forma de humillar y destrozar a tu enemigo, para tomar el control de su espacio: dale en donde más le duele, toma a las mujeres y las hijas y viólalas de manera sistemática frente a esos hombres. Después de eso, transformamos a los niños que vivieron eso en máquinas de guerra, máquinas de matar. Se hace de manera sistemática, el uso de la violencia para demostrar tu victoria sobre tus oponentes.
Vivimos en un sistema patriarcal donde hay muchos “valores”, entre comillas, que definen lo que la mujer debe ser. Cómo debe comportarse, qué debe hacer, y la culpa de haber sido violada se coloca por completo en la mujer, quien es la víctima de esta situación. Una mujer que haya sido violada de esta manera, está muerta. Ya no vive. Tras sufrir dicho acto, ya no vivimos más; respiramos, sobrevivimos. Generalmente, lo hacemos por los otros; no para ti misma. Si tenemos hijos, si tenemos familia, es por ellos que seguimos respirando.
Tenemos al Dr. Mukwege, galardonado con el Premio Nobel. Para nosotras es el reconocimiento de que este sufrimiento en verdad existió. El hecho de que se reconozca a alguien que ayuda a aliviar el sufrimiento de las mujeres, nos hizo sentir alivio. No debemos parar hasta que se reconozca este genocidio. Por algo a la RDC la llaman la capital de la violación sexual; es genocidio.
ANNY, congolesa de 37 añosd. Directora y fundadora de AFIA MAMA, asociación feminista por los derechos de las mujeres.
Vinieron a decirme que mi hijo Ahmad estaba herido. Pensé que no era nada grave, porque ya lo habían herido antes en varias ocasiones: una vez, una lesión grave en la rodilla; otra vez, en la cabeza; una vez más, recibió una bala de goma en la pierna… Esta vez no podía creerlo. Ese día iba a haber una boda en la aldea. Ahmad se disponía a ir, se aseó y vistió para la ocasión. La fiesta iba a empezar a las 10:00. Pero la gente me dijo que él fue al puesto de control y que allí es donde lo hirieron.
Todos decidimos entonces ir al puesto de control. Esperamos hasta tres horas a que llegaran los israelíes, abrieran el puesto y nos dejaran pasar. Entonces, fuimos al hospital y lo vimos salir de la sala de operaciones. Estuvo allí una semana. Estaba irreconocible por la hinchazón de su cara. Estaba exhausto. Yo sabía que no sobreviviría.
Después de una semana, el jueves, me sentí preocupada y fui al hospital. Los doctores me dijeron que no podía pasar. Les dije, “¡No! ¡Quiero verlo!”. Me dijeron, “Si entras a verlo, ¿prometes irte?”.
Lo prometí. Entré al cuarto. Vi que habían desconectado las máquinas. Habían cerrado sus ojos con cinta adhesiva. ¿Por la luz? Me dijeron que sí. No me dijeron que ya estaba muerto. Salí y me senté donde empiezan las escaleras sin sentir nada en especial. Unos segundos después, mi sobrino, que trabaja como enfermero en ese hospital, vino a verme. Estaba llorando. Me dijo, “ay, tía querida, Dios da la vida y la quita. Ahmad nos ha dejado”. Entonces, me derrumbé. Lloré y grité tanto que el hospital se sacudió.
Hace tres años que no pongo el pie en una fiesta, ni siquiera en las bodas de mis seres queridos. Mi sobrina se casó, pero incluso entonces, no tuve corazón para asistir. Ya no soporto ver parejas de recién casados; ya no puedo. Es demasiado grande esta pérdida. Perder a tu madre, a tu padre o a tu hermano, bueno; pero a tu hijo…
AFIFA, palestina. Los ataques por parte de los ocupantes de los asentamientos y el ejército israelí, la confiscación de propiedades, la destrucción de cultivos y los desplazamientos forzados tienen consecuencias desastrosas en la vida y salud de los palestinos.
Fue en junio. Eran las ocho de la tarde. Afuera estaba oscuro. Estábamos en casa. Llegaron los Raia Mtomboki y entraron. Agarraron a mi esposo, lo apuñalaron en el cuello y lo mataron. A mí también me amenazaron con matarme frente a mis tres hijos: dos niños y una niña. Pero en lugar de eso, me llevaron al bosque y me violaron. Muchos murieron entonces: quemaron casas, atacaron a niños pequeños, a personas adultas y ancianas. A mí no me mataron, pero me violaron.
Ya hace ocho meses que me hicieron eso. Cuando pienso en ello, me inunda la tristeza. Voy a cuidar a este niño igual que cuido a los demás y lo voy a criar bien, pues, gracias a Dios, estoy viva. No puedo discriminarlo o tratarlo diferente que a los otros; es solo un niño. Pero después, cuando me pregunte quién es su padre, cuando tenga edad suficiente para razonar, ¿qué le voy a contestar?
No puedo regresar a la aldea de mi esposo. Allí me van a acusar de ser una Raia Mtomboki. Luego, van a decir que no puedo tener a un niño cuya familia desconozco. No pienso en volver a casarme ni en estar con un hombre o en una relación. Solo pienso en cuidar a mis hijos. Es lo único en lo que puedo pensar.
ÉLYSÉE, congoleña. Élysée fue acogida y está siendo atendida en el Hospital de Panzi, donde el Dr. Mukwege ayuda a las mujeres a recuperarse de la violencia sexual que han sufrido.